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jueves, 31 de mayo de 2012

POR TANTOS...

Por tantos...

Por tantos... http://www.portantos.com/

Pagó la última ronda de cañas que cayeron mientras se lo pasaban bomba despotricando del viaje del Papa, de la hipocresía de la Iglesia y de todo lo que les pedía el anticlericalismo que los unía y que les servía para estar colocados en la misma empresa pública fuertemente politizada por el entonces partido en el Gobierno.
    Se fue a casa para comer algo antes de echarse una buena siesta, pero de camino se encontró con un olor que lo llevó directamente hasta el paraíso efímero de su infancia. Un olor a cocido, a sabroso caldo humeante, el aroma que lo recibía cuando llegaba a su casa después del colegio, con su madre atareada en la humilde cocina donde la olla hervía sin cesar.
   Entró en un local que le pareció un restaurante modesto, pero limpio y con encanto; iba distraído, pensando en el Informe  Técnico sobre Prevención de Riesgos Psico-sociales de las Personas Expuestas a Situaciones de Disrupción Económica Familiar (¡Tóma ya!) que le habían encargado en la empresa pública donde trabajaba.
  En realidad, no era un restaurante, parecía un autoservicio frecuentado por gente de toda condición. Había personas ataviadas a la antigua usanza, junto a individuos solitarios que vestían según las normas alternativas del arte povera.
    Toma asiento y de súbito aparece ante sus ojos una monja sonriente que le servía la comida en una bandeja, mientras otras personas ocupan el resto de asuentos vacantes. Aquello era un comedor social y se vio rodeado de eso que nunca se nombra en los informes y dosieres oficiales que él mismo elabora: “pobres” –a secas –.
    Avergonzado quiso retirarse, excusándose en que tenía que cuidar de su hijo de de trece años, que está en una edad muy difícil…; pero la monja no lo dejó marchar, volviéndolo a sentar con inusual cariño. y le dijo con cálida sonrisa que no se preocupara, que la primera vez es la más difícil, que no debía avergonzarse de nada, que el cocido estaba buenísimo y que, de segundo había filete empanado; que no se perdiera las vitaminas de la ensalada ni de la fruta, y que podía rematar la comida con un helado o un trozo de turrón aportado por la generosidad de un fabricante que excusó mencionar, porque la caridad verdadera es anónima.
  Se vio pues sentado a una mesa donde un matrimonio mayor, y bien vestido, comía en silencio, sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con barba descuidada sonreía con los pocos dientes que le quedaban, esperando devorar con ellos lo que se le pusiera por delante, otro de color, guardaba profundo silencio de gratitud mientras clavaba su mirada en el crucifijo que presidía el comedor con la leyenda “tengo sed”, otro, calvo y corpulento guardaba en los bolsillos de una raída chaqueta los trozos de pan que a menudo pedía a las monjas mientras entre bocado y bocado contaba su vida: había perdido el trabajo, el banco se había quedado con su casa, después del divorcio no sabía a dónde ir; menos mal que las monjas le daban comida y ropa, y que dormía en el albergue de San José, bajo un techo digno con amigos de verdad. “Al final, he tenido suerte en la vida, compañero; así que no te agobies, que de todo se sale…”.
   No podía creer lo que estaba sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle de comer, siquiera su nombre o profesar la fe que movía todo aquello. Se limitaban a darle de comer al hambriento, beber a sediento y vestir al desnudo.
    Al salir, no le dio las gracias a la monja que le había dado de comer. Pero no fue por desconsideración, sino porque no podía articular palabra. Una tímida inclinación de cabeza fue su sincero reconocimiento. Ella le contestó con su característica sonrisa mientras le entregaba una bolsa con comida… “Toma, dale esto a tu hijo. Vuelve cuando lo necesites. Me llamo Caridad”.
    Pregunta:   ¿Hay algún comedor social regido por por los sindicatos, o por alguno de esos grupos que tanto odio demuestran por la Iglesia?.